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SOY UNA MUJER DE TRABAJO

Por mis venas no corre sangre de alto linaje ni tampoco tengo el privilegio del renombre de una familia con recursos, es decir, no soy noble ni burguesa. Nací en un barrio popular de mala muerte que mi padre nunca quiso abandonar, lugar que siempre me produjo aversión aunque debo confesar que de los asaltos y despojos que sufrí nunca fueron en mi barrio.

Mi madre aunque bella mujer siempre fue de familia trabajadora no del campo pero quizás de algún oficio de esa época de las mujeres sumisas y resignadas. No vengo de familia de campesinos que pudieran haber trabajado en sus tierras ejidales ni siquiera tengo herencia de terruños que pudiera labrar.

Soy mujer de trabajo desde niña, cuidando hermanos o haciendo mandados para mi madre. Ella, mi bella guerrera, siempre nos mostró valor para hacer todo por propia cuenta sin depender de nadie. Eso también enseñé a mis hijos lo que hace poco  uno de ellos me lo recordó con cierta molestia.

Nunca he sido de grandes afeites y ropa de marca, quizás en algún tiempo me di el lujo de comprarme algunas cuando trabajaba pero nada que pudiera salirse de lo que me correspondía de mi sueldo. Mi padre se encargaba de repartirlo cada quincena. Una parte para mi, otra para la “casa” y otra para mi futuro, el cual nunca supe dónde fue a parar, quizás en alguna cantina o con los cuates porque no recuerdo algo para mi madre o mis hermanos.

Ella alguna vez nos dijo a mis hermanas y a mí que no teníamos padre o hermano que nos cuidara y que eso nos correspondía a nosotras. Así que desde chica siempre colaboré con mi casa. Cuando adolescente lavaba mi ropa y un menester de casa ya sea ayudar en la cocina o planchar tanto mi ropa como la de mi padre: calzones, camisetas, pañuelos. Las camisas le tocaban a mi madre pues no sabía hacerlo muy bien. Cuando teníamos cría de conejos o pollos me dedicaba a ayudar a mi abuela a despacharlos al otro mundo, teníamos una azotea y a veces parecía un pequeño rastro. Con pena debo confesar que me gustaba ser el verdugo de los pedidos de aves y conejos que recibía mi madre, claro con la colaboración de mi abuela Lupe la materna.

Y salvo raras ocasiones nuestra vida social consistía tal vez en alguna graduación o una boda pero todo nuestro contacto siempre fue con la familia de mi padre y mis primos que también son gente de trabajo, sin más alegría que la de compartir aunque fuera por pocos años una linda convivencia que  aún está fresca en mi memoria.

Así que cuando me casé también seguí siendo una mujer de trabajo, eso me daba más valor de voz y voto aunque mi esposo respetara siempre eso. Por períodos pequeños alguna vez nos alcanzaba para pagar una doméstica que me ayudara con mis hijos y los menesteres de la casa. Mi esposo también colaboraba con ciertas actividades domésticas.

Conforme los años de matrimonio han pasado me he dado cuenta que sigo siendo una mujer de trabajo porque aunque mis hijos ya no están conmigo y ya no cocino como antes, he perdido cierta alegría al hacerlo, no me he jubilado de esos menesteres en su totalidad. Uno a veces se queda muy acostumbrado a ciertas rutinas que se perciben como muy importantes en la vida. Aunque pienso que estos quehaceres domésticos dan más gusto cuando se sabe que es una responsabilidad con amor hacia la familia.

Y ahora que puedo contar más años hacia atrás que hacia adelante, me doy cuenta de que a pesar de haber sido una mujer de trabajo pocas veces reconocido de manera monetaria, no llegué ni a alcanzar una pensión que me siguiera dando voz, voto y respeto hacia el exterior. Mi trabajo no fue tan importante como para haberme ganado una cantidad ni modesta al retiro forzoso al que debí someterme. La sociedad me eliminó por dos cuestiones: una por ser mujer y otra por llegar a vieja, según sus parámetros.

Después de toda una lucha en lo laboral y profesional no me ha quedado sino depender de mi esposo y de mis hijos que aunque con amor creo que hubiera preferido seguir manteniéndome sola y colaborando con mi hogar a tener que recibir ayuda o más aún pedirla cuando el agua me llega al cuello. No sé pedir, agradezco siempre que puedo y elimino las grandes molestias que pudiera ocasionar al sentirme una carga para mi familia. Y aunque sé que no lo soy, sigo pensando en que soy una mujer de trabajo.

Tengo mi carrera que y no obstante no tuvo la oportunidad de ampliarse todo lo que hubiera querido, me ha dado un nicho donde puedo compartir lo que soy como profesionista. Un negocio que gracias a mis hijos me proporciona un sustento digno aunque no millonario en pesos. Ahora que mi esposo se ha jubilado este ramo también le ha permitido dignidad y un salvavidas para no caer en depresión al jubilarse.

Y confieso con cierto cinismo que he dejado atrás muchos menesteres domésticos a propósito para dedicarme a otros intereses que traía bajo piel y este negocio que mis hijos me han regalado me permiten mantenerme como una mujer de trabajo. Les doy gracias por eso.

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