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Mi amiga trazadora

Mis objetos más preciados han sido siempre cuadernos y plumas. No colecciono cuadernos pero si acumulaba plumas. Son herramientas increíbles pero además mis dos grandes amigos.

Recuerdo que me gustaban mucho mis clases de escritura, cuando todavía se usaban manguillos y tinteros, ah! qué delicia se sentía correr la plumilla sobre el papel que brincoteaba un poco cuando no me daba cuenta que mi manguillo traía las patas como orqueta, ahí sí que mis pensamientos trotaban cual carreta de trajín de campo. Sin embargo, su deslizamiento era estoico al final de clase.

También son armas grandiosas y temibles porque una vez mi manguillo sirvió cual espada para recuperar mi dignidad pisoteada. La última vez que lo usé fue en la pierna de mi compañera que no me dejó terminar mi escritura por jalarme del cabello.

Ese fue el último día que  blandía mi espada entintada y a partir de ahí la he utilizado para plasmar mis pensamientos y tengo buen cuidado de escoger mis plumas para escribir porque no hay nada que más me disguste que hacerlo con un lápiz o boligrafo prestado. Es como escribir algo ajeno, algo que no me pertenece.

Escojo el punto medio porque me parece que el fino es miedoso e inseguro como si alguien escribiera sobre una cuerda floja y que con cualquier movimiento pecaminoso o truculento, las letras temblaran sin poder ser comprendidas.

Tampoco me gusta el punto grueso porque me parece grotesco, tumultuoso, derrapando entre el querer  darse a entender y el hacerse bolas a propósito so pretexto para encubrir las verdaderas intenciones.

Mi favorito siempre fue el punto medio, incluso en lápiz. Me gusta porque siento que es claro, preciso, directo. Muy sensible en las emociones,  tambaléandose de dolor o alegría. Siempre se muestra claro ante su escritor.

No me gusta el punto azul, me parece burocrático y anodino y ni qué decir de marcar las mayúsculas con otro color. En eso también habría que poner atención. Los colores en la escritura reflejan también el respeto de lo que se escribe. También la fuerza con que empuño mi escritura, habla mucho de quién escribe.

Las plumas que acumulé durante mucho tiempo se fueron haciendo obsoletas. Unas las conservo por puro sentimiento aunque ya no sirvan, otras las tengo por útiles pero siempre las escojo con cariño y devoción porque son las que siempre me han acompañado junto con mis cuadernos a caminar por estos misteriosos recovecos de mi mente. Y ha sido la única herramienta y amiga que ha soportado en infinidad de ocasiones los altibajos de mis emociones. Y aunque mi escritura cojea, se lastima y cae, es mi pluma la que siempre se atraviesa en mis cotidianidades y obcenos pensamientos sin que haya en sus trazos ni un dejo inseguro.

Cuando mi corazón no se atreve a denunciar, el sentido de mi pluma conoce ya mi deseo, invitándome siempre a descararme y entregarme al placer de trazar mis sentimientos.

Tomar la pluma que me ayuda a desfogar mi corazón es parte del ritual para escribir. Saber tomarla es parte de la confianza que tendré en ella para que descifre las letras y aunque es la extensión de lo que plasmo se deforma su movimiento cuando todo lo que traigo no se puede resolver en una frase. Ella comienza a  desfigurar mis líneas, se enoja, se ofende que mi pensamiento no sea claro y me sienta insegura.

Si la suelto no es como desocupar un lápiz o una goma, ella sabe que me tiene hasta la última gota y mis líneas acabarán con ella y todavía la conservaré recordando juntas esas partes que quedan sin llenar, me recuerda que hay que terminar y afrontar eso que me duele o me alegra y me invita de nuevo a jugar con esos códigos que me permitan expresar lo que llevo dentro.

Es mi amiga que no me critica ni juzga siempre a mi lado, presta para atender lo que quiera delinear en un papel o cuaderno y la única que me acepta cual soy.

 

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