Cuando efectuamos todas nuestras actividades siempre tenemos la confianza de que lo hacemos bien, que lo hemos aprendido y sabemos controlar la situación. Así caminamos todos los días a la escuela, conocemos el camino, conducimos, desayunamos, manejamos cubiertos y herramientas, escribimos y leemos. Todo esto con la seguridad en nosotros mismos y en las herramientas que manejamos en la cotidianidad que forma nuestra vida y nos ofrece la experiencia. La destreza crece, entre mejor lo hacemos y la maestría llega cuando la confianza y seguridad se introduce en nuestra forma de ser.
Pero qué es lo que pasa si algo falla, la rutina se quiebra porque algo pasó en el camión o en el auto, alguien amaneció indispuesto en casa, nos desvelamos o alguien nos dijo una mentira y no pudimos dormir porque nos decepcionamos, estamos tristes o nos mantenemos en vela enojados.
Tal vez no hay sentido para lo que haremos al otro día y ya no hay confianza y comienzan los miedos a despertarse. A pensar en que acumulamos años o no hemos alcanzado una meta. Quizás esa persona en la que tanto habíamos confiado ya no lo es y dependíamos de eso, el miedo invade con la interacción con las personas.
Asi que cuando nos cubren esos temores comienzan también las inseguridades en todo lo que hacemos, que si no estudiamos bien, que qué tal si no funciona, a lo mejor es tramposo, me dejará tirado el trabajo, para qué hago lo que hago si nada me sale bien.
Los miedos entonces conforman nuestro comportamiento y se introducen en la cotidianidad, se pierde la brújula y el sentido del hacer se diluye poco a poco, ya no importa si se hace o no importa si comienza con una perorata que no termina en ninguna acción.
La confianza es como la esperanza, se podría decir que son sinónimos, también es como la fe en algo o alguien, se pierde cuando esperamos que todo salga como se piensa, como se planea. Pero si algo falla ya no salimos a la calle porque pensamos que algo sucederá o alguien se atravesará en el camino y mi tolerancia será menos que cero. Así que la confianza, fe y esperanza aparecen en el mismo camino y cuando alguno desaparece comienza el pánico en cada paso que se da.
Enfrentar los miedos, dicen, es la mejor medicina para avanzar y recuperar la seguridad o eliminar cualquier resentimiento o tal vez seguirlo alimentando pero al fin y al cabo el enfrentamiento es inevitable si se quiere seguir cuerdo.
Cuando es alguna desavenencia llena de telarañas tal vez se pueda compensar el daño y descargar el costal que diario cargamos por alguna culpa o revancha. Pero si se queda con nosotros esa carga, nuestro camino siempre será como el de Sísifo, siempre será lo mismo y nunca se podrá avanzar salvo que se tenga el valor de ver esos temores cara a cara y para eso necesitamos conocernos bien porque no es cualquier cosa el enfrentar un miedo. Se dice fácil pero aceptar que lo tenemos es un trabajo arduo y de carácter.
No porque sea una cuestión de mortal resolución aunque si sería mortal el no enfrentamiento porque permanecerá hasta la muerte y pediremos perdón a cada persona que se atraviese en nuestro camino agónico, así que pensándolo bien si es mortal para el alma y para el cuerpo. Estaremos estancados tanto como eso que nos corroe no sea eliminado o saneado y se pueda perdonar a uno mismo o tal vez a alguien o a algo. Aunque en el fondo siempre los miedos nacidos son por propia decisión, la de creer que algo puede ser del tamaño de nuestras expectativas, eso es desear de acuerdo a como nosotros pensamos que debe ser, creo que eso el origen del deseo o esperanza en algo o alguien y por lo tanto sí somos responsables de crearnos esos miedos, tal vez de manera inconsciente, por cariño, por confianza, por deseo.
No hay manera de seguir adelante con miedos, temores o inseguridades, la vida no puede darnos certezas absolutas ni siquiera una certeza en la cima de un razonamiento. Así que será mejor que avancemos o dejemos nuestra existencia en manos de una lechuga que finalmente pasará inadvertida salvo que alguien la tenga en un sandwich.