Como cualquiera otra persona tengo un lugar llamado desván, bodega, sótano o caja vieja de cartón o madera. Ahí guardo todo lo que siento me puede servir de nuevo. Dejo ahí papeles, servilletas, etiquetas, fotografías. Cosas más grandes tal vez libros, revistas, mis diarios acumulados y toda suerte de cuestiones importantes que en algún momento atesoré. Ropa querida pensando en que algún podré ser la talla de hace treinta años. La onda vintage sería mi estilo así que lo conservo por si acaso, por si las dudas. Cámaras que ya no tienen reparación, mesas porque creí en un proyecto y lo dejé sin luchar, carpetas con presentaciones que siguen con pequeñas reminiscencias de querer ser “ejecutivo” de nuevo.
Cada año acostumbro desentilichar, es decir, tirar todo aquello que ya no me sirva desde una plancha a la que un día quise componer porque le faltaba un tornillito y nunca lo busqué. La jarrita que me gustó y jamás usé. También una chamarra que guardaba para ocasiones especiales pero eso no se presentó así que también va para afuera. Todos mis trebejos de años anteriores figuritas de algún novio, mensajitos románticos y hasta poemas, pues como ya es “ex” lo que sea, no es necesaria la conservación de alguien o algo que tuvieron sentido en algún momento.
Esto de la acumulación y suma de recuerdos y cositas, listoncitos y todo esto a lo que llamo trebejos resultan en espacios requeridos cada vez más grandes. Me parece que a veces mi casa es una bodega donde guardo los viejos recuerdos de las personas que aún estimamos, sus regalos y las fotografías con ellos. Junto con los de mi familia y parientes.
También se esconden esos antiguos proyectos que con gran entusiasmo comencé y que a la postre sólo fueron sueños que no se asentaron reales u obstáculos que nunca pude superar. También me deshago de esos juegos en familia que nunca practicamos y guardo esas fotos de años en donde creí que mis hijos no crecerían tan pronto. Ahora los sustituyo por los actuales esos mis adultos jóvenes abriéndose paso con grandes ilusiones. Eso me enorgullece y hasta ahora puedo verlos como hombres caminando su vida con alegría y perseverancia.
Esos dibujos que hicieron de pequeños, fotografías y ropita de cuando eran bebés, sus medallitas y zapatitos. Todo eso que puede resultar cursi en una persona pero con el tiempo son experiencias compartidas que nunca se olvidan. Eso lo conservaré siempre. Archivo en una gran carpeta todas sus destrezas en la pintura y en las letras. También sus cartas a los Reyes que ahora después de tantos años de haber dejado su niñez permanecen con nosotros cada fin de año.
Sigo poniendo a la sombra mis querencias. Son fotografías de mi infancia con mis padres y mis hermanos tal vez con la esperanza de que un día volverán aquellos a los que sigo extrañando. He tenido grandes afectos que a su partida conservaron siempre una montaña de cuestiones increíbles como análisis de todos sus hijos, boletas de calificaciones, sus dientes de leche hasta libros de texto, supongo que mucho mejores que los de hoy.
Con los años me he dado cuenta de que es mejor dejar ir aquello que me mantiene en el pasado y no me permite avanzar. Lanzar por el aire aquello que me duele y decretar que seguiré adelante con lo que tengo. Arrojar a la basura los detalles dolorosos, las frustraciones o relaciones añejas ya fastidiadas de seguir el mismo círculo ahora ya indiferente. Mantener físicamente todo aquello que pensé permanecería eterno sólo me ha llevado a aguijonear la existencia sin querer avanzar. Sosteniendo aquello tan querido que pareciera que fue un instante el vivido y no muchos años.
Así que este año como todos los anteriores desentilicho mi vida, elimino recuerdos y suspiros tontos, todos los que pueda. Conservando únicamente las buenas experiencias y dejando en el olvido todo aquello que me ha corroído muchos instantes. Es buena terapia, romper, tirar y regalar todo aquello que ya no uso, ya no quiero o me lastima. Eso se irá seguramente a la incineración o estará más feliz en una casa hogar o vendiéndose en algún mercado de pulgas.